“Llegar es estar… ¡aquí no hay podio!”, gritó y se marchó. Hasta ahora no sé su nombre ni de qué nacionalidad era. Fue uno de los más de 600 corredores que, al igual que yo, tenía casi 100 kilómetros de desierto en las piernas y que iba a pasos cortos pero constantes camino a la meta. No siempre por ir más rápido se llega primero, a veces es mejor saber llegar y así ir más lejos. Y este es uno de esos casos.

Cuando pensamos en una carrera o cualquier tipo de competencia deportiva, de inmediato anteponemos el esfuerzo y la preparación física. De hecho, no volteamos a ver nada más. ¡Debo estar fuerte!, me repetí durante casi tres meses y trabajé en ello, sin advertir que esta no solo era una carrera de esfuerzo físico. Por subestimación o incluso falta de información, dejamos de lado la preparación más importante de todas, la emocional. Hasta que los golpes de casi 30 grados de temperatura y enormes dunas te reducen a ser una huella más de las tantas que se hacen al andar.

Esta crónica fue pensada en los calambres, las piernas agarrotadas, ampollas, uñas rotas o la insolación en todo el cuerpo que deja una carrera de autosuficiencia. Pero fue escrita con los golpes que recibe el alma cuando al terminar de escalar una gran duna de 700 metros de largo, te encuentras con más kilómetros de un piso que no deja de arder y una mochila en la espalda que cada vez pesa más.

La es una de las carreras más duras del mundo. Durante cuatro días y tres noches, competidores de todas partes, independientemente de la nacionalidad, la edad o el idioma, te extienden la mano en momentos cruciales. Cual familia.

Cada corredor debe cargar con una mochila de casi seis kilos en la que lleva lo realmente necesario para abastecerse en un campamento del cual solo se puede salir a pie, ya sea corriendo o caminando, no hay otra manera. Tal vez también gateando. Comida, abrigo, agua, entre otros implementos, se llevan en la espalda durante 120 kilómetros de recorrido divididos en tres etapas: 30, 60 y 30 kilómetros. Con el pasar de cada noche, esa mochila que se hace parte de uno pierde peso, pero se traslada a los muslos, que cada vez pueden menos.

La variedad del suelo del desierto de Ica (tierra firme, pesada o con piedras), además de sus enormes y seguidos toboganes o su particular humedad, hacen a esta carrera incluso más complicada que a la de sus pares en Marruecos, el Sahara o Fuerteventura. Con todo ello, y aunque suene contradictorio, solo queda una alternativa para salir ‘vivo’: divertirse.

La emoción y ganas de un debutante se esfuman apenas en los primeros 10 kilómetros de recorrido. Se van tan rápido como aparecen las ampollas o las piernas en duplicar su peso. Aun así y con algunas horas encima, la etapa inicial (30K) se logra superar gracias al empuje de la primera vez, de lo novedoso, y a la entereza física con la que se llegó al desierto.

Poco antes de las seis de la mañana y aún a oscuras inició el segundo día. 60 kilómetros por delante que ponen a prueba la mayor fuerza de todas, tanto del primero como del último en volver al campamento, la fuerza mental.

Todos se separan en el camino, al punto que, desde el aire, los corredores parecen hormigas que enfilan a su colonia. Entre el agotamiento y las ganas de pasar a otros, el desierto se hace tan grande que cada kilómetro parece tener el doble o triple de distancia con cada paso.

Encontrar un punto de hidratación en el camino es un envión importantísimo, no por el agua fresca que recibe el cuerpo, sino porque luego de horas, que parecen días, de interminable carrera, muchas veces a solas, lo único que realmente necesita el cuerpo es un abrazo.

Nuevamente toca salir del refugio. El siguiente está a 10 kilómetros, que en pleno mediodía y con seis horas de carrera, se sienten como toda una vida por delante. Las dudas aparecen otra vez, las excusas te hacen contemplar la posibilidad de parar, incluso de abandonar. Nunca había estado tan solo conmigo, y soportar mis quejas y reclamos fueron peor que soportar los pies hinchados o los hombros que se van cayendo a pedazos. Una carrera de resistencia, sí, pero sobre todo, una carrera de paciencia. No para terminar 10 o 120 kilómetros, sino para soportar todas las veces que la cabeza quiso darse de golpes contra el suelo.

Pero ninguna justificación o temblor a la orilla del mar te sacude tan fuerte como a una atleta con prótesis en la pierna izquierda pasar a tu lado, con determinación y los brazos arriba hasta el final. O a un corredor de 82 años que te recuerda que la vida es abrazar momentos. Cómo explicar que mientras sufres por los pies maltratados, una corredora decidió completar las tres etapas con los pies descalzos.

El camino, entonces, ya no es tan largo, ya no lo recorres tan solo, las ampollas no duelen tanto y el piso deja de arder. Los golpes ya no te tumban más, te hacen reaccionar y recuperar el paso, lento pero seguro. Enfilas otra vez dispuesto a remar y regresar al campamento antes de que el sol vaya a naufragar. Y ahí te esperan aquellos que viste partir y que solo se te adelantaron para recibirte como un héroe, para reanimarte y empujar contigo los últimos metros. El segundo día acaba con un atardecer de retazos rojos y una recta infinita escoltada de manos amigas.

El dolor se regocija sobre el cuerpo, cae encogido en un puño nueve veces, la voluntad se pone a prueba intentando que no suceda nada, y las piernas y el corazón ya no pueden más. 120 kilómetros después solo pienso en llegar. La meta se ve cerca pero a la vez parece alejarse con cada paso. Hasta que en la recta final, se recibe el último golpe de humildad.

“Llegar es estar…”, gritó y se marchó. ¿En qué piensas cuando corres?, me lo han preguntado tantas veces que la respuesta ya no suena convincente: en llegar, siempre contesto. Empezar para terminar. Durante las tres etapas solo me detuve en el antes y el después, pero jamás en el recorrido. El pensamiento estuvo puesto en la meta, en llegar, pero no en estar.

Y cuando te das cuenta de que todo, al fin, acabó, es que entiendes que lo importante nunca fue terminar la carrera, que lo importante nunca fue llegar, sino estar en ella. Ser la carrera. Ser más de 100 kilómetros durante cuatro días con una mochila, el sol, la arena, ampollas y mucha paciencia.

El dolor se regocija sobre el cuerpo, pero éste se lo permite solo un instante. Cae encogido en un puño nueve veces, pero para levantarse otras diez. La voluntad se puso a prueba intentando que no suceda nada, pero sucedió todo a la vez. Las piernas y el corazón ya no pueden más, pero solo hasta volver a su ritmo habitual. Y ninguna prueba física es tan dura como la mental.

Más de la Half Marathon Des Sables

Contenido Sugerido

Contenido GEC