Mi vieja se molestó conmigo cuando terminé el colegio. En el día del orgullo para cualquier padre o madre, y de amnistía para todo adolescente, mi mamá se decepcionó de mí y mis faltas no fueron perdonadas, sino amplificadas. Como nos teníamos mucha confianza –la tenemos aún, felizmente–, la adrenalina del último día de clases se apoderó de mí, me nubló, me cegó completamente, así que ni bien llegué, después del beso y la felicitación, le abrí la última y más escondida caja de zapatos de la torre que almacenaba en mi cuarto. ¿De zapatos dije? De Pandora será, porque ni por asomo sospeché lo que vendría después.
No sé qué clase de placer es ese, pero me producía un extraño regodeo guardar todas mis notificaciones, papeletas y suspensiones –ese era el orden de gravedad– en esa caja. Entonces, aquel día de diciembre de 2006, en el micro camino a mi casa, mi goce se exacerbó al máximo cuando decidí compartir el secreto con mi vieja. Visualicé una reacción del tipo “míralo pues, toda una lacrita (su palabra)”, pero que inmediatamente sonreiría, yo también, y nos miraríamos pensando que ya nada de eso importaba ahora que el cole se había terminado.
Pero no. Enfureció, acometió, y empecé a remorderme por las veces que guardé silencio y, suspendido, simulaba que era un día normal, me ponía el uniforme o el buzo y me iba a la hora de siempre. Al parque, a la casa de algún amigo, a caminar por ahí. No sé si me arrepentí de todas, pero estoy seguro que de una no: la del miércoles 25 de mayo del 2005, el día que Liverpool le gana la final de la Champions al Milan después de ir perdiendo 3-0. Dos ‘patas’ y yo hicimos cualquier estupidez para que nos suspendan –y así el regente no llame a la casa para preguntar por qué no habíamos ido– y ver la final tranquilos. A esta definición se le conoce como ‘El milagro de Estambul’. Para mí fue una tragedia.
La historia quedaría perfecta si fuese hincha ‘red’, pero soy del Milan. En una crónica anterior les contaba de mi afán por el Tottenham, cuyo origen me era indeterminable. Antes de fijarme en los ‘spurs’ ya era ‘rossonero’, y aquí sí tengo claro el motivo. Desilusionados porque Rivaldo no era el mismo del Barcelona –pese a que lo trajeron luego de haber sido campeón mundial en 2002–, y sabiendo que Rui Costa podía regalar magia en un partido y desaparecer en otro, la apuesta a futuro de los dirigentes fue, en 2003, un brasileño de 21 años, alto, elegante, muy técnico. Venía de Sao Paulo y su nombre, burla de todos en ese momento, no podía ser más injusto con su talento: Kaká.
Asistencias que se celebran más que un gol
Me enamoré futbolísticamente del ‘22’ y, por ende, del Milan. (Pero nunca del Madrid, pese a que mi devoción por él se mantuvo y se mantiene vigente). En 2002, Kaká celebraba el Mundial desde el banco, consciente de su rol de reparto porque sentar a Rivaldo era una utopía. Un año después lo lograría, en el Milan. Y al final de esa temporada, lo mandó de vuelta a Cruzeiro. Para el 2005 ya pertenecía a la élite mundial, y el día del partido contra el Liverpool me hizo especialmente feliz: se desmarcó de Gerrard con un taco y, desde su campo, le dio a Crespo una de las asistencias más espectaculares que vi (sino la más), que significó el 3-0. No solo sentí que ya éramos campeones, sino que que esa sola acción había pagado el riesgo de estar pasando la suspensión en casa de un amigo. Año y medio después, frente a mi vieja, no había cambiado de parecer.
Gerrard se reivindicó, Dudek hizo lo suyo y ya todos sabemos el final. Milagro para el mundo, tragedia para mí. Hubo que soportar la risa de mis dos amigos aquel día, y la de todo el cole el jueves y viernes, porque ellos sí sabían que me había hecho suspender para disfrutar, y terminé recibiendo la peor remontada de la historia de las finales de la ‘Orejona’. Sin embargo, valió totalmente la pena. Estaba cansado de salir corriendo, cada martes o miércoles de Champions, a la casa de algún amigo que viviera cerca al cole –los partidos empezaban a la 1:45 pm y la salida era a las 3; no habían streamings ni webs con el minuto a minuto–. Y solo para ver los últimos minutos. Me privé de ver el baile al Inter en cuartos, en el derbi, y grité como loco el gol de Ambrosini al PSV de Farfán en semifinales, a los 91. Por todo ello, no podía perderme la final. Así que si me preguntan, sí: lo haría de nuevo, má.