Diego Armando Maradona siempre fue un niño eterno. Libre, libertino y sin reglas. Pecador y mentiroso. Entregado a ser él y perdido en la confusa historia de su día a día. Desde que salió de Fiorito y comenzó a crecer por su cuenta, fue creando una imagen que se fue llenando de sus taras más extravagantes y que se encargó de cimentar hasta su adultez desde el sentimentalismo romántico que significaba recordarlo.
Tan Diego, tan él, tan extraño, incomprensible, incomprendido, querido y odiado. Pudo tener lo que quiso sin que eso fuera lo que necesitase. Pudo necesitar menos, más o nada. Pudo haberlo sabido o negado con el desconocimiento más cínico. O, si él quería, podía mimetizarse hasta ser alguien creíble.
Hace un año se fue de este mundo y se despidió siendo él hasta en el último día de su vida. Su nombre siempre va a estar bañado en oro por más que la suciedad de los años lo persiguiese incansablemente, cual prófugo de un tiempo que no estaba preparado para aguantarlo.
Es Maradona. Fue Maradona. Es la única explicación. Por más que no tengamos argumentos válidos para defenderlo en un mundo lleno de gente que espera descalificar lo que siempre saca roncha, sin entender de dónde viene.
Eduardo Galeano lo definió –si es que cabe el espacio para definir a alguien como Diego– como el “dios sucio” en el que todos reconocemos “las debilidades humanas”. Porque el ‘Pelusa’ podía sacar todo lo malo de una persona fuera del rectángulo verde, y quizás eso hizo que al vernos reflejados en él en esos aspectos, nos pusiéramos de su lado al verlo brillar con la pelota en los pies.
Ha pasado un año desde que Argentina y el mundo entero despertó con la noticia que todos queríamos que fuera una equivocación, un error o una fake news. Maradona ya no estaría más entre nosotros, pero quizás ya no lo estaba hacía mucho tiempo. Su deceso fue la confirmación de una despedida postergada por el recuerdo imborrable de algún momento de felicidad: su gol con la mano que se ríe de estos tiempos del VAR, esa frase célebre en la nos identificamos para no machar jamás la pelota o esa imagen suya en el Estadio Azteca en la que nos preguntamos si realmente era de este planeta.
La historia quiso que quedara enterrado en su país, Argentina, de donde un día salió para perderse, sin querer o queriendo, en la fábula sinfín e irresoluta de ser ‘D10S’. Hoy lo extrañamos más que ayer y menos que mañana.
Gracias por tanto, Diego.
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