El partido que marcó mi vida ha sido, en esta cuarentena, la bitácora de los editores de este diario, que una vez a la semana sucumbimos al placer de recordar momentos significativos a través del fútbol, que nos acompaña desde que tenemos uso de razón y que ahora, gracias a la suma de buenas decisiones, capacidades y suerte, es nuestro medio de vida.
Me he conmovido con relatos ligados a la nostalgia familiar, a la adrenalina de las comisiones, a anécdotas en las gradas del antiguo Nacional y a la reivindicación de nuestros ídolos del balón. Es, en suma, una sección para atesorar memorias con valor sentimental. Pero trasgrediré las reglas para redactar una crónica infame, cuyo protagonista es un elemento burdo, superficial, frívolo, y a la vez indispensable, aun para los románticos: el dinero.
Asomaba el Mundial 2014. Los amigos llenaban álbumes, compraban camisetas, acomodaban su agenda o pedían vacaciones para disfrutarlo en grande. Y me envidiaban porque “mi trabajo era ver los partidos”, ignorando que verlo mientras se trabaja puede ser casi tan terrible como perdérselo. Por esa época, las casas de apuestas deportivas todavía estaban buscando posicionarse en el mercado nacional, no eran el boom que son ahora. Yo entraba tímidamente a ese mundo, pero a días del inicio del Mundial, en junio, decidí hacer mi ‘agosto’.
La clave estaba en el Grupo G. Había quedado impresionado con el Estados Unidos de Jürgen Klinsmann y su propuesta. El equipo salía siempre tocando desde atrás, confiando a ciegas en la precisión de Michael Bradley, que bajaba hasta el área para recibir, distribuir y avanzar a la par del balón; Johnson y Beasley eran unos aviones por las bandas; Beckerman y Jones, los Busquets y Xavi del equipo; y arriba, un goleador total y mi debilidad, el rapero Clint Dempsey, a quien mi Tottenham había dejado salir un año atrás, en una decisión inexplicable.
Completaban el grupo Alemania en su mejor versión; una Ghana combativa, con Boateng, Essien, Gyan, Muntari y los Ayew; y Portugal, con Cristiano y… nadie más. Lo había seguido en los años anteriores y era un equipo pobrísimo. Si había aterrizado en Brasil había sido solo por el ‘hat trick’ de Cris en el memorable repechaje contra la Suecia de Zlatan.
Entonces, ataqué a los cegados ‘Cristianolovers’. “30 soles a que Estados Unidos avanza a octavos y Portugal se queda. ¿Quién dijo yo?”, posteé en Facebook. Lo recuerdo aún: 14 comentarios con la palabra “yo”. Tuve que escribir que era suficiente, que ahí se cerraba la jugada. Por entonces era el redactor con menos tiempo en la sección Internacional del diario, así que esos 420 soles me iban a doler mucho. O los iba a saborear como nunca.
El 22 de junio fue el día. El de mi cumpleaños, sí, pero qué importaba eso –valgan verdades, nunca me afanó mucho celebrarlo–. Era la segunda fecha. En el debut, Alemania había goleado a Portugal y mis ‘gringos’ habían ganado una verdadera batalla contra Ghana. Aunque eso me daba confianza, era inevitable la ansiedad. Todo se resumía a este partido. Si ganaba, Estados Unidos pasaba, eliminaba a los lusos y a cobrar. Pero solo un necio podía descartar una tarde inspirada de Cris, como tantas otras, que me pusiera la soga en el cuello en la última fecha.
Mis muchachos la rompieron y voltearon un partido que empezaron perdiendo a los cinco minutos debido a un error grosero de Cameron –cómo lo insulté–, que permitió el gol de Nani. Pero remontamos. Golazo de Jones y oportunismo de Clint. Era todo felicidad, cuando Varela me ahogó el festejo a los 94’ y selló el 2-2. Me quitaron el pan de la boca, pero no lo lamenté mucho. La ansiedad había pasado. Ghana también estaba vivo tras igualar con Alemania y sabía que, en la fecha final, Portugal no iba a obtener la goleada que necesitaba. Y así fue.
Estados Unidos clasificó y me puse más ‘ladilla’ que nunca para cobrar. Y mientras lo hacía y disfrutaba, me di cuenta. No era el dinero. El dinero era solo un camuflaje de emociones. Me sentía orgulloso de mis conocimientos, porque me dejé guiar por ellos a pesar de que contravenían lo que decían todos, y así había ganado. También sentí alivio: muchos creen, y no es así, que por trabajar en deportes sé más de esto que todo el mundo, así que mi reputación se había puesto en juego involuntariamente.
Esas y otras sensaciones agradables se apoderaron de mí por esos días, y por eso este partido fue tan especial. Puede parecer exagerado, y claramente en mi vida he predicho decenas de resultados que no se dieron, pero fue una de esas experiencias que te llenan de confianza, te convierten en alguien más seguro, te convences de que estás en el lugar correcto. Mientras mis amigos comentaban el 2-2 y se pasaban las chelas, recuerdo que miré hacia dentro y pensé: “Sí, algo de esto sé”.
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