Hubo un país que, alguna vez, dejó boquiabierto al mundo porque supo regresar a un Mundial de fútbol luego de 36 desesperantes años. Y claro, el asombro no solo fue porque volvió a una Copa del Mundo tras ese largo tiempo, sino porque no existía nada alrededor de ese logro (y de quienes lo consiguieron) que lo respaldara.
Entonces, esa conquista acabó siendo una isla. Un paso casi fantástico de algunos héroes. Una historia aparte que la ciencia aún no pudo descifrar. Porque era cuestión de mirar a los costados y entender que, así como funcionaban las cosas del fútbol en ese país, solo unos locos desorbitados podían darse el lujo de ser mundialistas.
Los otros, lo que andaban ‘en órbita’, se habían apoderado de una Federación a la que salpicaron de corrupción y que tuvo que ver a su presidente encarcelado. Que les importó un bledo fiscalizar y dejaron que muchos clubes hicieran lo que quisieran, debieran plata a sus jugadores, incumplieran normas supuestamente irrebatibles y patearan cualquier intento de desarrollo sostenido.
Hasta que un día, el máximo ente del continente le quitó a ese país la sede de un Mundial de menores. Tanto desorden no inspiraba confianza. Y nada se hizo en aquella Federación. Más bien, su nuevo titular se vio involucrado en una red de reventa de entradas. Sí, nada menos. Y, tiempo después, el ente rector le dio otro duro golpe a esa nación: le arrancó la sede de la final de la Copa Sudamericana, por no poder cumplir con lo pedido. Un desastre por donde se le mire.
Claro, esa Federación es la peruana, y esos presidentes son Edwin Oviedo y Agustín Lozano. Ayer, con el nuevo despojo, dejaron en claro que, más que solución, son un problema. Y deben irse de una vez. Antes que esos inolvidables héroes del Mundial se vayan primero.
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