Perú vs. Nueva Zelanda: "Son buenos chicos y merecen celebrar"

Créetela: estamos a solo 90 minutos. Y todos lo merecemos, sí, pero ellos un poquito más.

Son buenos chicos. Si te los cruzas en la calle y les pides una foto, se detendrán. Si ves pasar el bus y los saludas, alzarán el pulgar. No importa si juegan en Perú, Brasil, México o Europa. No se creen más que nadie. Ni aunque la gente lleve camisetas con sus apellidos, ni aunque todos sepan quiénes son.

Son buenos chicos y merecen celebrar. Porque siempre hablamos de nosotros. Los que sufrimos en la tribuna o detrás de una pantalla. Los que llevamos años esperando, soñando, creyendo. Y está bien, pero ellos, a fin de cuentas, no son muy diferentes: también crecieron esperando, soñando y creyendo.

De niños, como tú y yo, rogaban por ver a su selección en un Mundial, cantar el Himno Nacional en el torneo más importante y llenar un álbum con camisetas blanquirrojas. Sin embargo, igual que nosotros, tuvieron que conformarse con alentar a otro equipo, ver videos de baja resolución en YouTube, escuchar a sus papás y abuelos hablar de una época que está más cerca al blanco y negro, y, lo más complicado, soportar a los incrédulos.

Nuestra época dorada ya había pasado. Ahora, la historia nos decía que no valía la pena ilusionarnos. Que éramos pequeños, siempre menos que el rival. Que esperemos, nuevamente, cuatro años. Que mejor pensemos en el siguiente torneo. Nos acostumbró a conformarnos con el casi y a buscar siempre una excusa. Total, era mejor no esperanzarse, para que duela menos. Pero igual dolía. Y cada vez un poco más.

Ellos sentían lo mismo, pero decidieron dar la contra. Sería difícil y tomaría tiempo. Muchos desconfiarían y algunos se irían en el camino, pero otros tantos iban a quedarse. Alentarían aunque las chances sean mínimas, apoyarían aunque un jugador rival valiese más que todo nuestro equipo. Aplaudirían en una derrota.

Valorarían el trabajo. Y por ellos, y por sus propias ganas, valdría la pena. Porque las cosas sí podían cambiar. La maldición, esa que parecía perseguirnos desde los 80s, se debía romper con compromiso y esfuerzo. Éramos pequeños, seguro, pero podíamos ser grandes.

Mientras, a los 16 años, muchos esperábamos que llegue el fin de semana, Edison Flores salía de su casa a las 5:30 a.m. para tomar tres micros e ir a entrenar, Renato Tapia le decía no a las fiestas aunque todos sus amigos fuesen, Raúl Ruidíaz se convertía en el soporte de toda su familia y Miguel Trauco se despedía de la suya en Tarapoto, para buscar oportunidades en Lima. Y empezaron a construir una nueva historia.

Volvieron a ganar de visita después de más de una década, eliminaron a Brasil de una Copa América y rescataron un punto de La Bombonera, por poner solo tres ejemplos. Nadie les regaló nada. Ni el defender nuestros colores, ni llegar a donde están, ni mucho menos tener la chance de volver a un Mundial luego de 36 años. Créetela: estamos a solo 90 minutos. Y todos lo merecemos, sí, pero ellos un poquito más. Porque callaron a los incrédulos, porque sacrificaron muchas cosas, porque creyeron en sí mismos. Porque son buenos chicos.

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