El estilo de Neymar es provocador por naturaleza. Vive así porque esa es la única manera en la que puede demostrarse así mismo –y a todos– que nació para ser quien es. Si le dicen “gordo”, él dirá –riéndose de todos– que está usando “una camiseta L” y que en el “próximo partido usará una de talla M”. No entiende de puntos medios cuando se trata de responderle a quienes no lo comprenden, y mejor aún, se fotografía con el torso desnudo para confirmar, entre abdominales marcados y la sonrisa firme, que está en forma.
Pero ese modus vivendi, jugando constantemente con la provocación y la burla, no solo sale a relucir cuando siente las críticas encima. También cuando le toca saltar al verde a demostrar porqué es la última gran expresión del ‘joga bonito’ que parió Brasil. Pisa el balón, lo esconde, maniobra con él, juguetea con el adversario como si se tratase de su hermano menor, para finalmente pegarse media vuelta y soltar un pase milimétrico que termine en gol; o también –porque es Neymar– puede enganchar otra vez hacia adentro y transformar su gambeta en burla.
El de siempre
Neymar da Silva Santos Júnior (Mogi das Cruzes, São Paulo, Brasil, 5 de febrero de 1992) no es un jugador que se centra en la opinión del resto porque le parece importante, sino porque contestando cada vez que la situación lo amerita, aviva esa figura que ha construido desde los tiempos en que su cabello con estilo mohicano se movía al compás de sus regates en la cancha del Santos.
Desde entonces se maneja así, aunque más por mandato divino –y el de su padre– que por una decisión exclusivamente suya. ¿Cómo le dices a un niño que a los 15 años ya tenía 14.500 reales brasileños en el bolsillo al mes, que no siga la presunción lógica de su precoz talento? ¿Cómo le dices a un adolescente de 17 años que en un futuro tendrá que controlar su rebeldía, si es esa misma la madre de los indescifrables movimientos de sus escuálidas piernas? Hoy Neymar es capaz de usar una camiseta talla L en un partido de Eliminatorias a propósito, pero antes tenía la licencia sin restricciones para cometer –o provocar– peores fechorías.
En septiembre de 2010, cuando su nombre recién empezaba a resonar por Europa a través de videos de YouTube y aún no se consagraba en la Copa Libertadores 2011, sus poses de divo ya empezaban a dar sus primeras pinceladas. Fiestero como cualquier brasileño, se escapó de la concentración para irse de rumba a un concierto de Chris Brown. Al día siguiente, Dorival Junior, técnico del Santos, no le dejó patear un penal como reprimenda. ¿Las consecuencias? El ‘11’ se puso a hacer malabares con el balón y decidió jugar su propio partido sin pasársela a sus compañeros. Luis Álvaro de Oliveira, presidente del ‘Peixe’ y testigo de lo sucedido, se puso del lado de su figura y despidió al entrenador.
Pero, así como a Neymar le gustaba provocar antipatías con su comportamiento, no aceptaba que lo provocasen. Y Rogério Ceni, histórico portero del São Paulo, se enteró tarde. “Le gusta fingir faltas imaginarias”, había comentado sobre ‘Ney’. Ni corto ni perezoso, el jovenzuelo crack esperó dos días para tenerlo enfrente en un partido y cobrarse su revancha. Penal para el Santos y Ceni en el arco. ¿La ejecución? Con ‘paradinha’ incluida, dejó al guardameta desparramado como un costal. “Hablé con él porque solo en Brasil se pueden hacer esas cosas. Después va a ir a Europa. Eso no fue una ‘paradinha’, fue un paradón”, se quejó ante las cámaras al verse retratado.
La versión que elegimos ver
Injustificadas o no, Neymar ha trasladado esas actitudes a estos tiempos a su manera. Han pasado más de diez años desde que partió de Brasil a Cataluña para jugar al lado de Lionel Messi, y él es consciente que el mismo contexto lo obliga a regularse. Ya no es un niño, ni gana 14.500 reales al mes. La dimensión de su imagen como futbolista y persona traspasa los límites entendibles del 2011, para hacer de él una representación más acorde a la era del Tik Tok y los trends en las redes sociales.
El fútbol, por otro lado, sigue estando en el primer plano de su mirada. Dentro de ese cuerpo tatuado que despliega mofas cuando quiere, sigue habitando ese competidor insaciable que anhela más que nadie ganar la Champions League con el PSG, o darle una Copa del Mundo a Brasil después de veinte años. Quizás sin querer, centrándonos equivocadamente en el lado menos sutil de su personalidad, hemos relegado al Neymar futbolista por debajo del Neymar personaje. Esa decisión ha sido un tira y afloja en el que ha predominado el orgullo del hincha: es más fácil odiarlo y sonreír a lo lejos por cada infortunio que le pase, que suspirar con las gambetas que aún –y por muchos años más– es capaz de regalarnos.
“Siento mucho haber provocado tantas polémicas, pero creo que con la edad me he hecho más sabio y ahora sé apartarme de todo eso”, supo decir Neymar cuando aún estaba en Brasil. Una década después, las polémicas han continuado y su nombre, al igual que entonces, sigue polarizando opiniones en cada mesa donde lo mencionan. ¿Pero qué puede hacer si la corriente de su vida no siempre ha encontrado un freno que la evite desembocar como una catarata? Porque, valgan verdades, él tiene la capacidad para salir de las profundidades y decir, golpeando la mesa, que sigue siendo de los mejores jugadores del mundo.
La civilización del espectáculo
Ser lo que es hoy, es una decisión suya que se alimenta cada vez más del contexto. Y viceversa. Es como un ciclo. Neymar es así porque convive con un público hambriento hasta de esas provocaciones de la que tanto reniegan. A la vez, ese público se acostumbró a saciar su exitismo bajo una dieta que antes era nociva, pero que hoy es aceptada como el pan de cada día al que nadie puede renunciar: buscar todas las respuestas en la imagen del ídolo del momento.
Entonces, pues, Neymar no tiene la culpa de que nos preocupe si la talla de su camiseta es L o M. Él solo la usa y nosotros caemos en su juego porque nos gusta. Algo así explicó Mario Vargas Llosa en su ensayo La civilización del espectáculo (Alfaguara, 2012): lo importante del espectáculo (Neymar) no es su calidad, ni el talento ni la destreza que emplea para existir como tal (’joga bonito’), sino la repercusión que genera cualquier escándalo que la rodee (su sobrepeso), ya que –al fin y al cabo– consumimos de todo y no nos interesa que el arte (el crack) se reduzca al comentario más insignificante (“está gordo”).
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