Encontrar a un hincha del Tottenham en el Perú es tan difícil como encontrar a uno del Sevilla. Yo soy los dos. Crecí viendo al Manchester de Ferguson ganar todas las Premier, a la ‘Juve’ de Zidane y Del Piero, al Madrid de los ‘galácticos’ y, ya con 20 años, admirar al Barcelona de Guardiola me resultó inevitable. Con todos disfruté, pero ninguno me impactó ni me marcó. Nunca quise las camisetas de Beckham, ‘Zizou’, Messi ni Xavi.
A los 18 años ya había perfeccionado el hábito de despertarme temprano sábados y domingos y aplastarme en el sillón a ‘zappear’ entre FOX e ESPN. Daba igual si habían sido ocho horas de sueño o tres. Un 24 de febrero de 2008 me levanté a ver el Chelsea–Tottenham, la final de la Carling Cup. Nada especial. De pronto, el gol de Drogba me puso de mal humor. Me alegró que Berbatov empate (luego de un penal que grafica perfectamente por qué el Bambino Pons le decía ‘Fino Búlgaro’), y por puro impulso pateé el sillón cuando el mejor Didier de la cancha, Zokorá, falló un mano a mano después de una de esas recuperaciones in extremis que tantos fines de semana me alegraron. Woodgate lo dio vuelta en el alargue, tras mucho tiempo grité un gol, y fuimos campeones luego de ganar 2-1.
¿Fue una sensación única? No. Ya la había sentido dos años atrás, cuando el Sevilla le metió un 3-0 al Barza de Ronaldinho, Eto’o y el siempre poco valorado Deco, en la Supercopa de Europa, el día que me hice hincha de Kanouté. Pero esa es otra historia. Desde esa Carling Cup me volví incondicionalmente ‘spur’ pese a las preguntas, incluso las burlas. Veía todos los partidos y lo utilizaba en el PES. Jugando fútbol me alucinaba tan líder como Ledley King, quería marcar como Scott Parker, armar juego como Moussa Dembélé y, ahora último, definir como el grandísimo Kane, que tanta falta nos hizo en esta Champions. Me encantaba, de hecho me encanta todavía, no subirme al coche de los equipos grandes y millonarios. No apoyar al favorito. Sé que mis triunfos serán pocos, pero sabrosos. Eso, los hinchas del Barza, Madrid o City jamás lo entenderán. Y mejor así.
Loco por Lucas
Dicho esto, imaginarán cómo viví aquel 3-2 en Amsterdam, cuando clasificamos a la primera final de Champions de nuestra historia, eliminando a ese Ajax que parecía pintado por Van Gogh y dirigido por el Rinus Michels del 74. Nos habían sometido en Londres –aunque nunca tanto como en Etihad, en la ronda anterior, contra el City; no sé si en algún otro partido sufrí más que ese día– y en Holanda nos fuimos 2-0 abajo al descanso. Ya habíamos llegado a semifinales de milagro y no iba a ocurrir otro. Así que no sé si Lucas Moura hizo un pacto con Dios o con el diablo, pero ese día se ganó mi corazón. ‘Hat trick’ y a la final, papá.
Lo que diré ahora puedo jurarlo con una mano en la biblia: grité más el último gol de Lucas que el de Farfán a Nueva Zelanda. Ya les he dicho que no me gusta ser el favorito y Perú, en ese repechaje, lo era largamente. Por supuesto que me alegré, pero sin sorpresa, sin haberla remado de atrás, sin tener todo en contra, no se produce esa explosión de felicidad propia de los momentos inolvidables. Vengan de a uno si quieren.
Sigo para quienes deseen continuar leyendo y no verme arder en la hoguera por impío. Ese día me tocaba trabajar pero verlo en la redacción hubiese sido un desmadre. La bulla no es un problema, todos gritamos goles y yo podía haberlo hecho, pero es imposible controlar comentarios y burlas de 25 compañeros, pedirles que se callen y menos soportar que se trepen al coche de Pochettino, porque solo había sitio para los que estuvimos desde el comienzo. Además, Depor es ‘salado’. Casi no recuerdo haber visto ganar a mis equipos en la oficina. Ese día no podía permitir intromisiones de ninguna índole, así que lo pedí libre. De última, yo pienso que los partidos que de verdad importan hay que verlos solo, sin chacota ni conversaciones inoportunas, y con el celular lejos. Gran decisión. Así me tragué solo la bronca del primer tiempo y para el segundo, cuando mi hermano ya había llegado de estudiar –y no podía botarlo, claramente–, me lancé sobre él para abrazarlo en el 3-2. Me gustó notar que estaba, como yo, genuinamente feliz.
Desde luego, hubiese querido hablarles acá del día que ganamos la Champions, pero basta decir que a Liverpool le tomó apenas un minuto despertarme de mi sueño. Ahora abordaré la pregunta que seguro se están haciendo. ¿Por qué el Tottenham? ¿Por qué identificarse con esos universitarios anglicanos que jugaban cricket y fundaron el club en 1882? ¿Por qué esa final del 2008 encendió algunas fibras dentro de mí? Sí, comprendo que es un caso bastante particular por estas latitudes, pero la respuesta es la de siempre: no lo sé. Definitivamente nada que ver con la religión ni con algún antepasado londinense. Jamás he ido a Inglaterra.
Intuyo que va con eso de apoyar al menos favorecido, pero las veces que he tratado de hacer introspección no he hallado una respuesta certera. Algunos me dicen que es pose; otros, que no puedo ser hincha si no he visto a mi equipo en un estadio. Que soy un simple simpatizante, un consumidor presa de la globalización y la modernidad en el fútbol. Pues amigos, la verdad, hace tiempo que ya no me lo cuestiono. He dejado de pensar para dedicarme a sentir (aquí quisiera decir “disfrutar”, pero no siempre es así y menos en esta campaña, con Mourinho a cargo). Ese día fui feliz. Cada vez que gana el Tottenham soy feliz. ¿Para qué ir más allá?
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