Líder positivo, empático y de espíritu docente. Un imán de cosas buenas. Su luz, incluso, mejoraba la imagen institucional de un club que -hace tiempo ya- se viene cayendo a pedazos. Gregorio Pérez era, además de un buen técnico, un ejemplo concreto de que, hasta en Universitario de Deportes, a veces también se pueden hacer las cosas con acierto. Su estancia, aunque corta, ha dejado un legado importante en medio de tanto caos administrativo durante la Liga 1. Además de guiar, el entrenador uruguayo educaba. En las prácticas, desde el banco de suplente durante los partidos y frente a los micrófonos de prensa; su discurso siempre se sostenía en un mismo eje: el respeto.
Gregorio Pérez blindaba con nobleza a su equipo. Hacía más digeribles las derrotas con su honestidad y enaltecía las victorias por su sencillez. Si el uruguayo fuese una variable del juego, sería el gol en casi todos los partidos. Así de importante era dentro de la mecánica del grupo.
Como el colegio, el coronavirus terminó llevándose, también, las clases de Don Gregorio. Un entrenador que -sin saberlo- le hizo bien no solo al club, sino además a la Liga 1.
Fue breve, pero intenso. Antes que él, quizá solo estadías como las de Sergio Markarián, Ángel Cappa, Osvaldo Piazza y Ricardo Gareca (todos ellos campeones con Universitario de Deportes) se equiparen al legado que deja el uruguayo en su paso por Ate. Y sí, don Gregorio Pérez no tuvo tiempo de competir por un título deportivo en el campo de juego, pero campeonó en tiempo récord en esa difícil tarea de conquistar el corazón del hincha.
¿Debió quedarse?
Hizo docencia en un medio tan pervertido por los intereses particulares y contaminado por el doble discurso. Enseñó en circunstancias adversas que es posible adoctrinar con el ejemplo. Que, así como la vida, el fútbol es mejor cuando es guiado por valores.
¿Debió quedarse Gregorio Pérez? Más allá de cuáles sean las intenciones, el interés deportivo nunca debe imponerse a la salud. Y traerlo de vuelta implicaba un riesgo real y de grandes proporciones. Y es que, tal vez, parte de querer sea también aprender a dejar ir.
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