Charito dormía. Su hijo de 10 años atravesaba la cancha de Ventanilla para dedicarle su gol y, en la tribuna, ella dormía. Se había amanecido bailando, como siempre. Eso a Jefferson Farfán no le molestaba. Ni aunque acabara de hacer la mejor jugada de su vida.
Su mamá –y papá a la vez– era danzante de música afroperuana y trabajaba en shows de madrugada para que no falte nada. Pese al cansancio, lo llevaba a las 7 am. a sus entrenamientos con Deportivo Municipal, hacía ya cuatro años.
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Luego del fútbol y las clases, Jefferson Farfán la ayudaba: mientras tocaba el cajón, ella se movía al ritmo de un festejo. Y cuando las propinas no alcanzaban, se convertía sin problemas en cuidador de autos. A veces conseguía algo, pero otras se quedaba con las manos vacías, como cuando Waldir Sáenz, su ídolo –y luego amigo–, se fue sin darle ni 10 centavos.
En ese entonces, no recibir una moneda era una decepción, y pagar por un uniforme, un lujo. Por eso, cuando la ‘U’ le puso ese requisito, dijo “no, gracias” y volvió a la ‘Acadé’, en la que Óscar Montalvo, DT de menores, le dio desde consejos hasta comida.
A los 14 años, la sangre jaló a Farfán a Alianza Lima, y a los 15, a las fiestas. Constantino Carvallo, socio blanquiazul y director de Los Reyes Rojos –donde estudió desde tercero de secundaria con Paolo Guerrero por un convenio con el club–, decidió internarlo cuatro meses en la casa hogar del ‘cole’. Funcionó. Luego de ser tricampeón, ‘Jeffry’ dejó La Victoria para escribir su historia afuera.
Con su primer sueldo, Jefferson Farfán le compró una casa con piscina a Charito y, tiempo después, ya con un nombre en el fútbol, coleccionar joyas y relojes se volvió su hobby. Pese a sus idas y vueltas con la selección, el ‘10’ se reivindicó dándonos el pase al Mundial. Esta vez la dedicatoria fue doble: a Paolo y a quien ya sabemos. A la de siempre.
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