Empecemos por un cariñoso portazo de sinceridad: la selección peruana es actualmente una de las peores en Sudamérica. Y aunque lo oculta la alegría publicitaria y la efervescencia posreynosista, nos lo recuerda la tabla de posiciones de las Eliminatorias y lo ratifica cada video en Youtube donde se recopila el fiasco. Cada noventa minutos donde, casi siempre, Perú jugaba mal y/o perdía feo.
La etapa invernal del ‘Cabezón’, felizmente, llegó a su fin y esa nube tóxica de desaliento y decepción se marchó para dar paso a un clima más expectante y positivo con el queridísimo Jorge Fossati a la cabeza. Sin embargo, aunque Videna haya pasado de ser la casa del terror a una versión simpática de Disney, el universo de convocables sigue siendo discreto e incluso, cada vez más escaso. Es decir, nos mantenemos en declive.
La era de Ricardo Gareca tuvo un factor determinante que, muchas veces, pasa desapercibido en los sesudos análisis: el argentino no solamente contó con un discurso unificador y constructivo, capaz de menguar la adversidad y resolver frente a la crisis de cualquier índole; sino que además convivió con el apogeo deportivo de la mayoría de los referentes en su idea de juego. Ahí están Christian Cueva, Edison Flores, André Carrillo, Miguel Trauco, Yoshimar Yotún, Renato Tapia y Paolo Guerrero. Con muchos en la cúspide, la escases de talento no se resolvía, pero podía hacerse menos evidente.
Era la ecuación perfecta de la alegría
En el declive de Gareca, los picos de rendimiento se hicieron menos frecuentes; aunque por ahí aparecieron los otros, los de potencial irregular que, en jornadas épicas e irrepetibles, convertían partidos imposibles en resultados épicos. Díganle azar, suerte o resultado del esfuerzo y sacrificio. Eso sí, el soporte a ese éxito siempre fue la increíble capacidad de empatía del argentino. Era queridísimo, tanto que alguna vez ganó en una encuesta de presidenciables.
Luego llegó Reynoso y con él, la oscuridad. Y la oscuridad coincidió con la plenitud del declive de la generación mundialista. Entonces, en poco más de un año, retrocedimos hasta ser engullidos nuevamente por la cultura del fracaso.
En todo ese trámite, como ignorando nuestra realidad, la exigencia siguió en aumento ante una selección en proceso de ocaso y huérfana de una transición saludable. Le pedimos ‘chocolate’ cuando los intérpretes hacían agua. Hasta que un día, producto de la presión mediática y la increíble gestión de Agustín Lozano y Cía., el uruguayo Jorge Fossati asumió las riendas.
Y otra vez nos pusimos en manos del afecto y el mimo
Pero vamos al meollo del asunto. ¿Puede un entrenador como Fossati resucitar este muerto llamado selección peruana? Depende. Puede, si es que sabe encontrar el punto medio entre la novedad de la sangre fresca como Sonne y la solvencia de la veteranía como Lapadula. Así es, la clave como con Gareca, no es el profuso trabajo a futuro, va más bien por saber gestionar el presente. Como leí alguna vez, el truco está en la buena gestión de la miseria.
¿Qué debemos exigirle a Jorge Fossati como técnico bicolor?
Saber administrar lo poco que nos queda implica encontrar la fórmula para sacarle el jugo y el tono adecuado para contarlo (dígase comunicarlo, defenderlo, cuidarlo).
Con el protocolo claro para mantener a salvo la salud emocional de la bicolor, el siguiente paso será el resultado. Siendo sinceros, con eso debería bastar siendo conscientes del contexto.
La experiencia de Fossati da más pie a la confianza que al beneficio de la duda. Y eso es un buen inicio teniendo en cuenta quién lo precedía. La sabiduría para hilar fino será vital dentro de un camerino golpeado y falto de confianza. Para eso es que son estos dos primeros partidos. Ya luego irá sumándose una idea de juego que beneficie las fortalezas y maquille las debilidades de un equipo divorciado con el resultado, pero no con la posibilidad de reinventarse.
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