Ser lauchero es un estilo de vida. En la cancha, nuestra función respira un objetivo: meter los goles. De la manera que sea. Bonitos, hermosos, feos, horribles. Como sea. Es aprovechar la ligera oportunidad para glorificar el esfuerzo de todo un equipo. Apaziguarlo, algunas veces o disminuir el dolor cuando se trata de salvar honor. Ser lauchero es tener entrega, garra, potencia, coraje, huevos. No medir el límite. O como diría nuestro ‘socio vitalicio’, el ‘Checho’ Ibarra, “el gol vale con cualquier parte del cuerpo: con la cabeza, la nariz, el pecho, la rodilla, pantorrilla, el culo, menos… con la mano”.
Ahora que lo pienso, todos deberíamos tener un póster suyo en la pared, porque finalmente nos reivindica a quienes no nacimos con las virtudes de Messi o Iniesta. Pero bueno. Somos seres fríos. Tenemos una obsesión con el gol. Gritarlo a todo pulmón. Mirar a la tribuna y que la atención sea solo para nosotros. Porque fuiste el héroe. Porque a pesar de no tener talento, cumpliste con la única misión que se te encomendó. Hacer el gol. Con lo que se ganan los partidos. Con el único propósito real y concreto que tiene este deporte.
Ser lauchero también nos tilda de oportunistas, pícaros, pendejos. Muchas veces caemos mal, porque no tenemos un gran dominio escénico, pero guardamos compostura gracias a nuestro olfato. El mismo que nos acomoda el tiempo. El lugar exacto. El momento oportuno para hacer nuestra chamba. La de hacer el gol y darle de comer a todos. El gol. Un sueño de muchos, pero que para nosotros es el pan de cada día. Feo, horrible, hermoso, pero está. Nos persigue. Y nos seguirá siempre. Como en nuestro día a día. Como en la vida.