"Más sabe el diablo por viejo, que por diablo", reza un conocido refrán y del cual echó mano Florentino Pérez cuando su barco Real Madrid parecía hundirse. Son pocos los casos donde lo que proyecta una figura, pesa más de lo que realmente le dicta la experiencia, y Zinedine Zidane es una de estas gratificantes excepciones.
Había sido asistente de Carlo Ancelotti, -en una de las mejores versiones de los últimos tiempos que se vio del Madrid-, y técnico del Castilla, al cual también supo reflotar. Con esos pergaminos, que por cierto no son menores, aceptó el reto de dirigir al primer equipo blanco, con todo lo que ello implica; incluso –y en el peor de los casos- echar por la borda el título de ídolo ganado como jugador.
Aunque hay quienes lo vean como un dato menor, no lo puede ser de ningún modo, voltear al banquillo y ver que el que está de pie con saco y corbata dando instrucciones es Zidane, con todo lo que él supone. Importan poco, entonces, esos pergaminos.
Importan menos aún, cuando los ‘Cristianos’, ‘Ramos’, y compañía regresan en el tiempo y se ven como esos chiquillos que tienen solo un partido para convencer al entrenador de que son útiles para el fútbol. Si cada encuentro inspira eso en estos 'chiquillos', la vida no tiene por qué ser difícil. Ya no.
El propio Marco Asensio lo describió a la perfección en una entrevista con Jorge Valdano hace unos días: "Tenía un póster de Zidane en mi habitación, era mi ídolo". Y la rebeldía con la que sale el mediocampista sale al campo cada vez que inicia un encuentro en el banquillo, no hace más que confirmar, aunque él no lo advierta, que el francés sigue siendo su modelo a seguir.
El Madrid de Zidane viene marcando época, empezando a inscribirse como ese equipo del que seguro se recordará por lo complicado que es predecirlo dentro de los estándares normales. Porque no hace falta ser un genio para hacer lo sencillo. Eso, precisamente, es lo difícil.