Cuando el fútbol solo se jugaba por diversión, y llamaba la atención de poquísima gente, una serie de situaciones desembocaron en lo que hoy conocemos como clásicos, derbis y eternas rivalidades. ¿El común denominador? Las diferencias sociales y económicas, que hicieron que muchos clubes vayan creciendo con una sola idea: acabar la temporada derrotando al rival de en frente. Incluso, por encima de si ganaban el título o no. Ese era el caso, por citar un ejemplo, del clásico de Holanda, donde Ajax era conocido como el club de los ricos, y Feyenoord de los simpatizantes con escasos recursos.
Sin embargo, existen también las diferencias religiosas, y el mejor ejemplo es el derbi de Escocia, entre Rangers y Celtic, donde los protestantes y los católicos -respectivamente- salen a las calles para demostrar la superioridad de una u otra índole. Aunque también hay episodios lamentables, como es el caso del Partizán y Estrella Roja de Serbia, que suele acabar con enfrentamientos tras el pitazo final, en la misma cancha, de gente que pertenece a diferentes organizaciones bélicas de la antigua Yugoslavia.
Por último, hay rivalidades que han nacido a raíz de cuestiones geográficas, por territorios que comparten o simplemente por ser vecinos ‘indeseados’ y estar separados por escasos kilómetros. Ahí entra a tallar el derbi romano (Roma-Lazio), el clásico turco entre Fenerbahce y Galatasaray y el ‘Superclásico argentino’ entre Boca Juniors y River Plate.
Queda claro que, cuando se enfrentan estos equipos, no solo se trata de 90 minutos y 22 jugadores corriendo detrás de un balón. En todos los casos se juega, por lo menos, una cuestión de orgullo. Y, naturalmente, el honor de cada hinchada y el deseo de ganarle al rival de siempre y seguir defendiendo su propia historia.
Por Gabriel Casimiro