La oficial María Garagay era estricta. Mucho más que Jorge Ramos, su esposo. Si daba una orden en casa, tenía que cumplirse, tuviese o no el uniforme del cuerpo policial puesto. Sus dos hijos lo tenían claro. No había miedo, pero sí respeto: lo que mamá decía era ley.
La principal indicación, y en la que el papá también ponía énfasis, era no descuidar los estudios. Luego, por ejemplo, podían jugar con sus primos afuera de la casa de San Juanito, en San Juan de Miraflores, pero tenían un límite –que variaba si al día siguiente había colegio– para volver, cenar y dormir.
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Christian Ramos cumplía todo al pie de la letra. O casi todo. Aunque no salía, comía y dormía a su hora, tenía un problema: aprobaba los cursos del Saco Oliveros ‘raspando’. Sus notas, por lo general, no pasaban de 14. Pero, eso sí, en Educación Física era la figura de la clase.
Lo suyo era el deporte. Incluso estando enfermo. Por eso, mientras Junior –su hermano seis años mayor– se divertía haciendo ‘bailar’ un trompo, volando una cometa y lanzando globos en carnavales, a él le bastaba con jugar fútbol en la pista. Y por eso, además, en las Navidades pedía una pelota (y un PlayStation que, por motivos económicos, nunca llegó).
Sin embargo, a María y Jorge les costó aceptar la idea de tener un hijo futbolista. Querían un profesional con zapatos y no uno con chimpunes. Pero ‘Pikirín’, como lo llama su gente, no pararía hasta seguir los pasos de su primo y también zaguero, Manuel Marengo.
Dentro de una cancha convenció a sus ‘viejos’ y al club Amigos de la Policía, su trampolín –con 13 años– a Cristal. El tiempo y Ricardo Gareca le dieron un lugar en el ‘11’ de la ‘sele’. Su esfuerzo, además, le permitió darse gustos. Darle a su hijo el Play que él siempre quiso fue uno. Ofrecerle una nueva casa a sus papás fue otra. Aunque a María nadie la saca de San Juanito. Ya saben: lo que mamá dice es ley.
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