-“¡Carajo! Dejemos todo en la cancha. Vamos a demostrar de qué está hecho el Perú, porque somos un país futbolero, con historia, con huevos. En Pisco, muchas casas se derrumbaron a raíz del terremoto. La gente pasa hambre y hay hasta muertos. Podemos ser, ahora, el único consuelo de toda esa gente. No los defraudemos. No ahora, que nos necesitan”.
Esa fue la ‘Epopeya del León’ que salió del corazón de Juan José Oré, en el camerino, antes de enfrentar al anfitrión del Mundial Sub 17, Corea del Sur. Yo, por supuesto, temblaba de emoción y rezaba en silencio, mientras acomodaba el listón negro que llevaba en el brazo izquierdo en señal de luto. ¿Quién dice que los partidos solo duran 90 minutos?
Saltar del túnel al pasto donde debutarás en un Mundial, es una tarea titánica. Hay que ser muy frío como para no quebrarse, una vez instalado en ella. En ese instante, volví a ser niño. Recordé a mi barrio, a la pista, a mis viejos y hasta me di tiempo de mirar al cielo para dibujar la sonrisa de mi abuelito, Percy, que en paz descanse. Lloré, pero de emoción. No lo niego.
Tragar saliva, en ese momento, resulta un buen ejercicio para contrarrestar la taquicardia. La fe crece, a medida que el Himno Nacional invade cada rincón del estadio. La piel se escarapela y el amor hacia la patria es tan fuerte como el rojo de la bandera. En serio les digo, nunca me sentí tan orgulloso de ser peruano.
Han tenido que pasar más de 10 años para que el Perú vuelva a unirse gracias al fútbol. Esta es una oportunidad de oro, para valorar nuevamente lo nuestro. Ya no nos critiquemos más. No somos menos que nadie. Pero tampoco seamos soberbios. En Rusia no se acaba el mundo. Más allá de los resultados que consiga la Selección, aprendamos a ser incondicionales. Siempre.
Hoy, alentaré como hincha. Mañana, espero que ustedes me vuelvan a alentar. Ya no hay tiempo para más lamentos o reclamos. Hagamos más historia, pero juntos.