Un testarazo de Álvaro Morata en el minuto 77, siete después de haber entrado al terreno de juego, surgió al rescate del Atlético de Madrid, inofensivo, irreconocible, deprimido y al filo de la decepción del empate contra el Bayer Leverkusen, pero ganador a la espera de una reacción aún pendiente en el juego.
Hasta entonces, presionado por dos victorias en sus ocho partidos precedentes, el triunfo es oro para el equipo rojiblanco, porque le ofrece un tiempo que no tiene y que necesita para recomponerse, armarse y reencontrarse con un Atlético más acorde a su nivel, a su potencial y a la ambición de aspirar a cada uno de los títulos.
A la vez, le mantiene en el camino de los octavos de final de la Champions League, con siete puntos al ecuador de la fase de grupos, y restituye la confianza y el crédito en casa del equipo rojiblanco, capaz de vencer un duelo que apuntaba sí o sí al empate a nada.
El Atlético no jugó el partido que quería. Y eso es un problema, más aún para un bloque que predispone tanto cada movimiento, cada acción o cada sector. Ni manejó la pelota ni los espacios ni el control del encuentro como pretendía, exigido demasiadas veces para correr para atrás, por el contragolpe tan explícito de su oponente.
Inferior al Bayer Leverkusen en la puesta en escena, se destinó el primer tiempo, bien por él mismo o bien por su adversario, a un partido de agitación constante, de esos que tan poco le gustan a su técnico, Diego Simeone, porque transforman cada balón perdido propio en una invitación al rival para avanzar sin demora hacia su portería, aunque muchas veces termine en nada, como este martes.
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