Qué fracaso monumental el de esta Copa Libertadores. La definición soñada entre Boca y River –“la final del mundo”, como se le llamó– terminó generando una mayúscula frustración en todo el planeta y llenó de vergüenza a los argentinos, que vieron como su fiesta inolvidable se convertía en una horrenda pesadilla de la que aún no pueden despertar.
A la suspensión del partido del sábado, luego del salvaje ataque de un grupo de desadaptados al bus de Boca Juniors que llegaba al estadio Monumental, ayer siguió una serie de eventos desafortunados que desembocaron en un nuevo aplazamiento del encuentro, esta vez sin fecha definida.
Más allá de los gravísimos incidentes del sábado en Buenos Aires, que desnudaron la precariedad del dispositivo de seguridad desplegado por las autoridades de la ciudad, lo que sucedió después tampoco deja de ser preocupante.
En las horas posteriores a la arremetida de los fanáticos, fuimos testigos de las impertinencias del presidente de la FIFA, Gianni Infantino, empañado en que el partido se jugara como sea, mientras que los dirigentes de la federación argentina y los clubes finalistas se culpaban unos a otros, tratando de sacar ventaja y ganar alguito de la situación. Y en medio de tamaño alboroto, los futbolistas y el público no acaban de salir del susto, sumidos en la confusión y el mal sabor de lo vivido el fin de semana.
Al fin, otra vez el fútbol víctima de la violencia. Otra vez las barras bravas mostrando su lado más animal. Otra vez los jugadores y la afición pagando los platos rotos. Y otra vez también las autoridades del deporte rey –ya no sorprende, lamentablemente– dejando mucho qué desear.
Escribe: Guillermo Denegri
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